viernes, 17 de febrero de 2017

Demonio de acero





Hay una mujer tumbada en el descansillo de mi casa. Está desnuda. Su piel, de un tono azulado, no muestra brillo o sudoración. Pongo la mano en su cuello, totalmente frío. No tiene pulso. La observo con detenimiento. Me sorprende estar tan tranquilo y sosegado. Sus labios, única muestra de color vivo, están pintados de rojo intenso. Tiene los ojos cerrados y las pestañas negras como el carbón, igual que su pelo, peinado con delicadeza. Mi primera impresión es dura.
    «La han colocado aquí», pienso.
    Saco el teléfono y marco el 112.
    Me cuesta llamar.
    Un extraño sentimiento me nubla la mente en estos instantes. Me apetece tocar el cadáver. No de una forma lasciva. Es algo instintivo, como si me estuviese enamorando de un alma en transición. Esos ojos, sus labios. El silencio que rezuma. Los susurros inaudibles que creo percibir.
    Parpadeo diez o doce veces. Me llevo la mano al pecho. Trago saliva. «No puede ser», me digo. Noto la ansiedad. Muy distinta a la de otras veces. No tengo miedo. Es amor, casi podría asegurarlo. ¿Por qué? No lo sé. Jamás hubiese imaginado algo así en toda mi triste existencia. «Cómo puede ser». Soy incapaz de moverme. No puedo darle la espalda y llamar para que se la lleven.
    Trago saliva. En realidad trago sequedad.
    Necesito un bourbon.
    Mis pulmones requieren una ración cilíndrica de humo.
    Son las seis de la madrugada. El silencio y la oscuridad reinan las calles. Tan solo destacan la amarillenta luz de un farol aislado y algún maullido solitario. El resto de la acción se centra en los latidos de un corazón demasiado herido, el mío.
    Guardo el teléfono. Me agacho. Respiro profundamente.
    Pongo la mano derecha sobre uno de sus muslos. Soy un maldito enfermo. Cierro los ojos y me centro en el tacto. La frialdad de su piel me produce escalofríos. Noto la electricidad corriendo por mi nuca. Soy un enfermo que acaba de descubrirse ante el mundo. Enamorado de la muerte, de la oscuridad, de lo prohibido.
    Abro los ojos.
    La miro.
    Es hermosa. La mujer más hermosa del mundo. No necesito sentir su mirada. No me hace falta conocer el color de sus ojos. Sea lo que sea, va más allá de la razón. Amor mortal. Un cariño tan atávico como la figura de un demonio de acero rodeado de magma.
    Esos senos. Perfectos. Con los pezones color bronce. Puntiagudos. Duros. Parecen de goma. Parecen estar llamándome a gritos.
    Soy un enfermo, lo sé.
    Me avergüenza estar arrodillado frente a un cadáver y sentir todo esto. Me sobrepasa. Olvidemos el morbo por un momento. Es necesidad. Algo me incita de forma inhumana.
    Finalmente me dejo seducir y rozo uno de sus senos con delicadeza. No quiero ser irrespetuoso. Todo lo contrario.
    Abro la mano y cubro con ella el seductor pecho.
    Cierro los ojos y viajo a ese lugar interior que todos tenemos. Al templo sagrado del orden espiritual. En mi caso, se trata de una cabaña en mitad de un enorme lago helado.
    Solo siento el tacto de su piel. Quiero notar calor, pero es una ilusión. La frialdad no solo posee mi interior.
    Pienso en mi propia decadencia como ser humano. Cómo se puede caer tan bajo. Estoy de rodillas, sobando el cadáver de una hermosa mujer y excitado como nunca antes. No soy lo que creía ser. No soy lo que era. Jamás volveré a ser la misma persona. Este acto acaba de condicionar mi futuro. Ya no podré mirarme al espejo y sonreír. Ahora me veré como un violador. El tipo que mancilló aquel cadáver desconocido.
    Abro los ojos.
    Me descubro babeando como un maldito adolescente.
    Soy un millón de hormonas fuera de control.
    Por momentos me descubro planeando la forma de meter el cadáver en casa y posarlo sobre mi cama. No quiero tener sexo con ella. Como ya he dicho, es más parecido al amor. Es deseo en estado puro. Algo enfermizo, esquizofrénico e indescriptible.
    Sacudo la cabeza con violencia. Me levanto de golpe.
    «¡Quítatelo de la cabeza!»
    Rebusco en el bolsillo de la chaqueta. Saco las llaves. Abro la puerta y entro en casa. Desde el otro lado, observo el cadáver. El instinto me dice que eche el cerrojo y tire las llaves por el retrete. Debo evitar la tentación. Si me dejo atrapar  moriré como ser humano y pasaré a ser un demonio de acero, alguien sin sentimientos.
    Vuelvo a sacudir la cabeza.
    Me dirijo al baño y me lavo la cara con agua helada.
    Saco de la nevera una botella de cerveza artesanal y doy un trago largo. Noto el amargor. Tengo el estómago tan vacío que enseguida siento un fuerte calor subiendo desde mis entrañas.
    No quiero hacerlo.
    NO.
    Sin embargo lo hago.
    De nuevo ojeando el descansillo a través de la mirilla.
    Ella parece estar esperándome con ansia. Puedo leerlo en su aura. Sé que no es posible. Me lo digo una y mil veces. Pero no me creo. Son excusas. En realidad mi único pensamiento está basado en la locura. Quiero pasar la noche con ella.
    La visualizo en mi cama.
    Cadáver, cama; hermosa dama helada, alcoba.
    Cortaría mis venas en este preciso instante si supiese que el destino nos tiene reservado una eternidad de pasión en el infierno. Sexo desenfrenado en las catacumbas de la soledad más angustiosa. No me importaría lapidar mi vida y cometer el mayor acto de podredumbre humana que existe.
    Saco el teléfono y vuelvo a marcar el 112.
    De nuevo se frena mi dedo al marcar el icono de llamada.
    Me encuentro bloqueado, encerrado en una fantasía que no puedo borrar de mi cabeza.
    Pasan los minutos. Saco otra cerveza. Fumo un cigarrillo tras otro. Mezclo el tiempo con Jack Daniel’s, antidepresivos y más cerveza. Después de cuatro horas, en las que tan solo una hoja de madera me separa de la enfermedad más vil y rastrera, el sol irrumpe tímidamente en la escena.