lunes, 25 de agosto de 2014

Hijos de la traición








Campan a sus anchas,
atraviesan pasillos,
amajades y antesalas.
Esperan el momento,
y emiten con desdén
sus burdas insolencias
carentes de raciocinio.
Repugnancia y castigo:
coadjutores vendidos.
Un puñado de gloria,
con eso les alcanza,
con eso se conforman.
Aun así, de forma vil,
el infierno les rechaza.


viernes, 15 de agosto de 2014

Kike Alapont: visón propia de Creosota


Kike Alapont:
Lugares tétricos, personajes atormentados y dispuestos a rebanar pescuezos a la primera de cambio, sangre de tiroteos por doquier y mucha mala leche. Todo esto es lo que me he ido encontrando en mi viaje por Creosota, un viaje que he vuelto a empezar ya que con la primera leída no he tenido bastante. Ahora descubriendo nuevos detalles que se me habían escapado. Me ha encantado el mundo creado por Daniel Aragonés. Os dejo una de las imagenes que me vino a la cabeza mientras leía el libro.

miércoles, 13 de agosto de 2014

Princhettas de usar y tirar




La humanidad ha perdido la razón. Se vende muerte, es buen negocio. El mundo avanza en dirección contraria. Y para más inri, la visión oscura individual está mal vista si no es un producto seleccionado.

martes, 12 de agosto de 2014

Argumentos de uso diario





De las bocas de incendios, ubicadas en la calle, salían grandes chorros de agua. Los niños jugaban, se mojaban para combatir el calor. El griterío era exagerado, pero a mí no me importaba, me resultaba gratificante disfrutar del caos infantil. Fumaba en la azotea, impasible, mientras observaba el alboroto veraniego. Era un momento especial, imborrable, repetido; un ritual rutinario que me hacía meditar e introducirme en mi mente. Bajo mis pies, a la sombra, descansaba una lata de cerveza bien fría. De fondo sonaba la música, mi música, no esa bazofia inaudible que ponían en casi todos los antros de la capital. Fumaba y miraba la calle, así de sencillo. Daba un sorbo de vez en cuando, y cuando se terminaba la cerveza, bajaba a por más y cambiaba la música. Me tenía enganchado el tema de observar desde las alturas, era la mayor inspiración posible, una maravilla. Pasaba horas así, embobado, expectante, con una sonrisa de oreja a oreja. Por las noches el panorama cambiaba por completo. Las bocas de incendio se cerraban, la gente sacaba mesas, sillas, barajas de cartas, tableros de ajedrez, cubos con agua y hielo repletos de bebidas para todos los gustos, aperitivos, velas y todo lo imaginable. Las conversaciones se sucedían, y el volumen de las voces iba subiendo, a cada rato un poco más. Algunos jugaban y bebían en silencio, pero eran los menos numerosos y los más interesantes. Los niños se iban a la cama, y los padres, junto con otros adultos y adolescentes desbocados, tomaban la calle. En la puerta del portal de las viudas, diez o doce viejas farfullaban, bebían cazalla y reían a escondidas; todas las noches igual, en corro, sentadas en sus sillas de madera consumida. Otras zonas estaban ocupadas por rumanos, otras por jamaicanos y así hasta recorrer el mundo. Era multirracial aquel barrio desubicado, y muy divertido y peligroso, según se mirase podía ser una cosa u otra. De madrugada sacaba mi cuaderno y escribía durante horas, entraba en trance y dejaba de existir. Después bajaba a la calle y me tomaba algo con los rumanos, gente auténtica y experimentada. Las mañanas las pasaba durmiendo, solía despertar a media tarde, preparaba algo de comer, veía algo en la tele, pasaba a limpio mis escritos y subía de nuevo a la azotea.


lunes, 11 de agosto de 2014

Amor eterno



Nos miramos. Hubo sonrisas de complicidad. Ella estaba sentada en la mesa más alejada, cerca del acantilado, ya había terminado de cenar y tomaba un café. Las vistas eran deliciosas, no había cabida para mis delirios oscuros, o para los enfados pasajeros. Solamente existía belleza, nada más, mi mente se hallaba en la cumbre del bienestar. Ella llamó al camarero, ambos me miraron, y sonreí, cómo no, la cosa no era para menos. No tenía ni idea de lo que trataban, pero me daba igual, la felicidad me embriagaba. Al rato descubrí que ella me quería invitar a una cerveza, no más, y acertó en cuanto a la marca. El camarero se acercó y me la sirvió sin decir nada. Por impulso me levanté y fui hasta la mesa de la bella mujer. Al verla de cerca no pude evitar la carcajada, era espectacular, preciosa de pies a cabeza. Me senté sin preguntar nada y la besé. Ella se dejó seducir por mis labios y me acarició la nuca. A los cinco minutos paseábamos por la playa cogidos de la mano. Y es que llevábamos casados ocho años, nos queríamos demasiado, a rabiar. Aquella tarde discutimos por una tontería y cada uno bajó a cenar por su cuenta. Éramos nuevos en el hotel, nadie nos conocía, y aquello nos atrajo individualmente. El coqueteo empezó con suavidad, como un engañó escrito en pasado, y una cosa llevó a otra. Ella era la mejor persona del mundo, mi único amor, la mujer de mi vida. Y aquel día me enamoré de ella otra vez, y partí de cero, olvidé los problemas externos y me centré en el amor.

sábado, 9 de agosto de 2014

Una habitación en un hotel costero





Había sangre por todos lados, y el olor era muy peculiar, como a vinagre. No podía explicármelo, tenía que tratarse de una broma de mal gusto. Eché las manos a la cabeza, me apoyé en la pared del pequeño recibidor y respiré profundamente. Cerré la puerta de una patada, sin mover el resto del cuerpo, sin pestañear. La desesperación creció en mi interior, estaba siendo una noche muy larga y extraña. Miré la hora intentando no vomitar, era tarde, demasiado tarde, las cinco de la madrugada. La habitación me daba vueltas, la saliva se salía de mi boca, el ventilador del techo giraba de forma alocada, nada tenía sentido, ni siquiera mi vida. No sé cuánto bebí aquella noche, pero fue mucho, una barbaridad, y los factores se ponían en mi contra a cada paso. El suelo de madera estaba repleto de sangre, lo mismo que las paredes y la ropa de cama. Resoplé ante la aciaga visión, incrédulo, creyendo que se trataba de una alucinación. Pensé en varias cosas al mismo tiempo, y todas me llevaban a la misma inclinación: tenía que moverme, actuar. Y así hice. Dejé la pared y fui hacia el baño. Me lavé la cara, levanté la tapa de la taza del váter y vomité de forma involuntaria. Después corrí la cortina de la bañera y miré en su interior. “¡Joder!”, susurré. Había un cuerpo sin vida allí, se trataba de una bella mujer rubia, desnuda de pies a cabeza. Al menos pude contar veinte puñaladas. La sangre encumbraba la escena. Fue espeluznante. Me quedé absorto, hipnotizado por la salvaje escena. La borrachera se esfumó durante unos minutos, pero en cuanto aparté la vista del cadáver se intensificó de una manera alarmante. Me dejé caer sin querer, y lloré. El suelo de madera reseca de aquel hotel costero me sirvió de cama. No pude reaccionar. Dormí, caí rendido.
    Desperté con la boca reseca, dolor de cabeza y una sed de muerte. Me puse en pie y volví a mirar en la bañera. No fue un sueño, el cadáver seguía intacto. Abrí el grifo del lavabo y bebí morro, el agua estaba realmente asquerosa. Después fui directo al armario: lo abrí y me di cuenta del error. No era mi habitación, nunca lo fue. El corazón se puso a latir a toda máquina. La ansiedad se hizo conmigo. Mi cuerpo asimilaba por fin todo aquel entuerto, y para remate, una resaca descomunal reventaba mi alma. Estaba nervioso, sin embargo, sabía perfectamente lo que debía hacer. Cogí el teléfono de la bañera y una toalla grande. Mojé el suelo y borré mis huellas. Pasé media hora limpiando aquella habitación del infierno. Luego fui a mi verdadera estancia, me duché, hice la maleta y marché a recepción, para pagar y desaparecer. Entregué la tarjeta sabiendo que abría dos puertas, pero no dije nada. Fue algo rápido, nada de preguntas o charla barata. El chico del hotel me miró y dijo adiós mientras me iba. Tan sencillo como sesgar una vida.